Doble tracción
si pinchas en el titulo hay más (by Butelo)
un asesinato
Se reporta el asesinato de un hombre en un prostíbulo de Lima y Graciela recibe la llamada. La neblina todavía oculta los detalles de la mañana, las calles huelen a café recién pasado. La reportera del matutino del canal 10 llega caminando al lugar de los hechos.
Sobre la pista, cercada por los policías, se distinguen siete sillas de madera clara, todas iguales, dispuestas a manera de evidencia. Graciela pasa las barreras policiales mostrando una credencial y se acerca a la primera silla. Sobre ella descansa una corbata. Saca una fotografía. Continúa con la siguiente silla y registra digitalmente el pequeño televisor portátil que sobre ella se posa. La tercera silla sirve de apoyo a una Biblia, la cuarta silla a una taza. La quinta tiene encima un vaso con un cepillo de dientes y un pequeño tubo de pasta dentífrica, la sexta un pequeño peine negro y la última un viejo cuaderno de apuntes.
Cerca de ella dos policías conversan, la víctima murió a palazos. Al interior del prostíbulo siete mujeres trabajadoras estaban siendo interrogadas.
¿Qué podría generar la indignación de una prostituta? ¿De qué manera este hombre logró ofender a alguna al punto de encontrar la muerte por su error? En la reportera surgían algunas preguntas.
Un hombre solloza a unos pasos del perímetro policial. Graciela camina hacia él, el frío enrojece su nariz y sus mejillas.
-Buenos días, ¿sabe algo?
-Era mi hermano.
-¿Qué fue lo que pasó?
-Él se sentía como en su casa señorita, nada más. Ellas pensaron que él les quería quitar lo suyo, que quería apoderarse del burdel. Yo le dije no te juegues con ellas, pero él no se daba cuenta. Qué cojudo señorita…
La reportera reingresó al perímetro. Los policías ingresaban al burdel. Graciela abrió el cuaderno de la séptima silla. Leyó: Tengo una casa grande, por fin. Una casa grande llena de mujeres sólo para mí.
adiós abuelitas
Ley de Godwin
Francisco Ruiz Udiel
Cada cuatro años nace una poeta suicida
A Sexton, Plath y Pizarnik
Nacidas en 1928, 1932 y 1936
Cada cuatro años la muerte
abre la llave del gas de una cocina,
se fuma un cigarrillo en el sofá y espera.
Otras veces enciende el motor de un automóvil
dentro del garaje
y canta Chair in the Sky,
un poco de jazz no despertará
a las muñecas recién maquilladas, piensa.
Cada cuatro años la muerte toma
anfetaminas para adelgazar,
pero se le pasa un poco la mano
y ya no despierta.
No se pone triste, ni alegre, ni neurótica, no.
pero cada cuatro años
la muerte amanece lúgubre
y observa la tarde roja
desde una ventana.
Alguien trata de invocarme, dice,
y cierra amargamente los ojos.
A mí me da pesar, no sé,
es como si ella quisiera decirnos
o contarnos algo desde su delgado rostro blanco,
como si estuviera cansada de estrangular mujeres.
Yo la conozco muy poco,
pero me consta aborrece
su funéreo oficio.
Últimamente la han visto respirar
cierto aire suicida.
Cada cuatro años a la muerte
se le irritan los ojos,
sabemos que ha llorado, lo sabemos,
pero callamos,
sabemos también que busca algún vientre
y como ella no tiene el privilegio
de la carne materna
aferra entonces sus fríos y delgados dedos
en el primer ombligo que encuentra.
Por eso cada cuatro años algunas niñas
ya vienen muertas.
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Gesto desvanecido en esquina de una estación
Esta estación no será más una estación,
quedará únicamente mi gesto desvanecido
en el polvo de alguna ventana,
si acaso hay ventanas,
si acaso decido en las estaciones
desamparar algún gesto.
Esperaré junto a las cabinas telefónicas
a que las horas se desvanezcan azules
en mi cigarrillo encendido
de mirada triste e inclinada,
me verán apretar la mandíbula
para masticar, como las aves
que emigran de una tierra a otra,
cualquier bocado de aire
sin saber qué les espera.
El aire se ha vuelto amargo
y aún no sé en qué otras estaciones
abordará mi soledad otro cuerpo.
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Hay noches en que no quiero saber nada
Hay noches en que no quiero saber nada
ni oír nada,
y lo único que busco
es sentarme en la desamparada calle
y mirar a un perro,
que en su silencio sabe,
permanecer solo quiero,
y desea hablarme con sus ojos
-pero recuerda- y calla.
Esta noche recitaré
a un hombre que perdió su paz,
un poema para morir en paz.
En el momento en que pienso esto
una sombra se me sube
por el pecho y me acaricia
con sus manos la frente
-entonces callo-
Ni la noche, ni la calle, ni el perro
podrán apaciguar esta ausencia.
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Poema para quedar inmune
Llevo una reja en mis dedos
una prisión de viento que te habla
tócame y seré libre
llevo dos ojos que se abren
grandes en la noche
y un abismo que separa
a mi cuerpo
de otro cuerpo
Cuatro millones de años
me encerraron
cuenco aire en un costado
y me devuelve al suelo
incluso la libertad aterra
en el último instante
No me reconozco
en una madrugada de traidores
en una hoja oxidada
por el olor de mis muertos
ni en la fría corteza
de los árboles que esperan
será que ya me acostumbré
a que me entierren en los ojos
una amarga tarde
y dos agujeros de cielo
¿Qué más puede herirme?
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El mar se quedará ciego
A Pablo Hernández
Me hubieras gritado
para que reaccionara
para que tus manos fueran
una bomba de oxígeno
sobre mi pecho.
Me hubieras golpeado
en la parte más baja
de mi soledad.
Hubieras reclamado
mi mirada de niño
que nunca encontraste
pues un día arrojé
mi corazón sobre
los cadáveres de los pájaros
cuando supe que éstos
al presentir su muerte
le arrancaban los ojos a los peces.
Te hubieras atado
dentro de este árbol
que se secó
y cuyo fruto sólo comieron
las mujeres sin nombres
las que devoraron
el desprecio de la noche
y jugaron dados con su sexo.
Hubieras hecho tanto
Yo sé
pero de qué hubiera servido
mañana el mar se quedará
ciego para siempre.
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Nada
Nada es una palabra
inventada por Dios
para escupir su desprecio.
Yo soy la palabra de Dios.