Se reporta el asesinato de un hombre en un prostíbulo de Lima y Graciela recibe la llamada. La neblina todavía oculta los detalles de la mañana, las calles huelen a café recién pasado. La reportera del matutino del canal 10 llega caminando al lugar de los hechos.
Sobre la pista, cercada por los policías, se distinguen siete sillas de madera clara, todas iguales, dispuestas a manera de evidencia. Graciela pasa las barreras policiales mostrando una credencial y se acerca a la primera silla. Sobre ella descansa una corbata. Saca una fotografía. Continúa con la siguiente silla y registra digitalmente el pequeño televisor portátil que sobre ella se posa. La tercera silla sirve de apoyo a una Biblia, la cuarta silla a una taza. La quinta tiene encima un vaso con un cepillo de dientes y un pequeño tubo de pasta dentífrica, la sexta un pequeño peine negro y la última un viejo cuaderno de apuntes.
Cerca de ella dos policías conversan, la víctima murió a palazos. Al interior del prostíbulo siete mujeres trabajadoras estaban siendo interrogadas.
¿Qué podría generar la indignación de una prostituta? ¿De qué manera este hombre logró ofender a alguna al punto de encontrar la muerte por su error? En la reportera surgían algunas preguntas.
Un hombre solloza a unos pasos del perímetro policial. Graciela camina hacia él, el frío enrojece su nariz y sus mejillas.
-Buenos días, ¿sabe algo?
-Era mi hermano.
-¿Qué fue lo que pasó?
-Él se sentía como en su casa señorita, nada más. Ellas pensaron que él les quería quitar lo suyo, que quería apoderarse del burdel. Yo le dije no te juegues con ellas, pero él no se daba cuenta. Qué cojudo señorita…
La reportera reingresó al perímetro. Los policías ingresaban al burdel. Graciela abrió el cuaderno de la séptima silla. Leyó: Tengo una casa grande, por fin. Una casa grande llena de mujeres sólo para mí.