Elecciones en la aldea
entrábamos el viernes noche en el Arcipreste, uno de los dos garitos de Sotosalbos, y allá topamos con el señor alcalde de mi pueblo. "¡Hombre M., cómo por aquí y a estas horas!", "y razón que tienes que es tarde, con esto de la campaña estoy agotado". No me extraña, pues además de alcalde, es diputado provincial y tiene sus responsabilidades mitineras y de promoción de su partido de cara a las elecciones del domingo. Después de charlar un poco de lo divino, lo humano, mucho del pueblo y poco de política nacional, me dijo, "oye Zorro, hablando de elecciones, contigo quería hablar". Yo pensé que quería pedirme el voto, pero me hubiera sorprendido dado que ambos conocemos nuestras tendencias políticas respectivas y no son del todo coincidentes, la verdad. Ya empezaba a decirle "mira, no pierdas el tiempo porque ..." cuando me dijo que me había tocado presidente de mesa en Collado el Hermoso y que tenía que darme la notificación y el librillo de instrucciones.

Gran honor por una parte pero gran coñazo por otra. Téngase en cuenta que no pasamos de 140 los collalbos con derecho a voto, y que entre "Fulano, vota" y "Mengano, vota" vamos a pasar muchos minutos mirando al techo los señores vocales y el menda. Ya me enterado de quién es uno de ellos y al menos es un tío gracioso, así que puede ser que nos riamos y todo. Claro que 12 horas riendo, no sé yo. Podemos intentar hacer actividades varias, como la porra tradicional, una buena timba tratando de adivinar el resultado final. Unos cien votantes, pues cien numeritos. Incluso puede que en el intento de acertar la porra cambien el voto unos cuantos parroquianos, je, je.

Curioso es esto de elegir al presidente. Como somos tan pocos, y contando conque los mayores de 65 no entran en el bombo, es bastante fácil que te toque mesa al menos. O suplente, por ende tener que acercarte al Ayuntamiento a eso de las ocho de la mañana para ver si alguien no acudió. Vamos, digo yo que podíamos quedar todos a una hora concreta y votar a mano alzada. Nos ahorrábamos un rato muerto. Pero claro, siempre habrá alguno que no venga y tendremos que esperar hasta el final.

Maldita abstención.
El truco final

tres pasos componen un truco de magia: la "promesa", en la que el mago muestra algo vulgar que en realidad esconde algo misterioso; el "giro", en el que lo ordinario se revela extraordinario, y el "prestigio", el momento en que el mago, con sus poderes, devuelve todo a su lugar natural. En esta parte final está el mérito, "¿cómo lo ha hecho?", exclama el público maravillado al ver que aquel hombre, cuyo cuerpo parecía estar atravesado por sables, sale de la caja mágica andando e incólume.
Los políticos son una suerte de magos hechiceros. Marcan los pasos mitineros con la promesa de una bajada de impuestos que, sin duda, esconde algo. Luego nos envuelven con palabras mientras preparan el giro, y todos observamos maravillados cómo a la vez que prometen cobrarnos menos, nos dan más servicios públicos, algo extraordinario sin duda. Y finalmente, ... ¡tachán! el prestigio, o en su caso, más bien el desprestigio, pues el orden natural se vuelve a instituir y vemos, incrédulos, como a pesar de quitarnos menos y darnos más, nuestros bolsillos continúan vacíos.

Gentuza y gentuza, sociatas y peperos. Los magos giran estos días la varita y edulcoran la realidad vistiéndose con ropas de mesías. Sus medidas no saben a nada dulce, si acaso a sacarina. Así que, yo al menos, no veré el debate II. Paso de truco final. Y de segundas partes, que como es sabido nunca fueron buenas, sobre todo cuando la primera ya era un bodrio.

Señorías por favor, cómanse sus 400€, su ingeniería financiera y sus excels maquiavélicos ... que si quieren una medida social contundente y solidaria, yo les propongo una. Rebaja del IVA para particulares al 4% para la luz y el gas y exención total de IVA y tasas especiales para las rentas inferiores a 600€. ¿A que no hay huevos?

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Unas letras de lápiz tenían adentro una lucecita que brillaba sólo para mí.

 

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Anoche, cocinando, me quemé la mano con un fierrito muy caliente.

Tenía hambre porque no había almorzado y ya era tarde por la noche. Las cervezas que había tomado un rato antes fluían conmigo en la cocina y le daban a todo, y a mí, un efecto de slow motion que me hizo difícil darme cuenta de que me quemaba mientras me quemaba. Y fue gracioso porque nunca me he quemado, y entiendo ahora mi incredulidad anoche, mientras tenía en la mano algo tan caliente, que me producía una sensación de dolor tan particular y nueva, que me tomó varios segundos unir los elementos en mi mente necesarios para abrir la mano y soltar esa rejilla del asa calcinante.

Esos segundos de anoche han dejado en mi mano una marca roja bastante interesante. Es una línea, ni grande ni pequeña, que parece haber aparecido para almacenar estos días y recordármelos siempre.

 


Lluvia de verano en Buenos Aires


De vuelta en Buenos Aires,  y ya no tengo que mantenerme despierta para oír caer la lluvia.

 

Es la lluvia la que se encarga de despertarme para que la oiga.

 

Y el agua viene con fuerza. Y cuando cae así, con gritos de truenos que parecen decir cosas muy intensas y muy reales, algo se conecta con el cuerpo. Y es como si lloviera por dentro también mientras el alma truena y algo se va yendo. Alguna pena, que se hace grande y más grande, se moja y se hace grande. Hay algo de procesamiento natural en esta sensación que invade el cuerpo e hincha el alma hasta casi hacerla explotar.

 

O será que recién llegué, y es como si entre mi ida y mi regreso me llené de amores que ahora se humedecen y se expanden. Y lo que siento que se va es el miedo a saber que quiero tanto a los que quiero. Y estar lejos otra vez me hace sentir una debilidad familiar. Una debilidad de la quise huir cuando salí hace tanto tiempo. Cuando me alejé para acercarme, sin saberlo.

 

O de repente esto que siento es el miedo engrandecido. El miedo señalado con los truenos. El escalofrío en mi espalda, el levantar la cabeza y mirar por la ventana a ver si el cielo se iluminó. Y la lluvia recordándome que está bien que luego del calor intenso, de las emociones grandes, el sistema no aguante y llore. Como llora este cielo gigantesco sobre mí ahora.


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"Yo votaré al soso"

esta frase era el título de un impactante artículo que escribió Woody Allen en vísperas de las elecciones norteamericanas del año 2.000. El cineasta desmenuzaba, en una suerte de mitin periodístico, las razones por las que él decantaría su voto hacia el lado demócrata, y para ello hacía una loa hacia la "sosez" de Al Gore, convirtiendo su escaso tirón personal en una ventaja política.

Hoy en España sería difícil escribir lo mismo, so pena de confundir a los votantes, pues a soso es difícil ganar a ninguno de los dos. Pero, volviendo a Allen, aquél se refería a la capacidad de Gore para no dar miedo a los votantes. No hablo de que confiaran en él, no, sino de que simplemente le vieran como una persona, un vecino, alguien del que no tuvieran nada que temer. Y bien, en estos días si se trata de juzgar a la persona, yo me siento más cercano de Rajoy. Con Rajoy me iría a comer por ahí y me encantaría tener una sobremesa tranquila, escuchando y hablando. No lo haría con Zapatero. No me van los iluminados.

Mis sentimientos cambian cuando miro hacia abajo en el escalafón, porque sí me gustaría intercambiar impresiones con la ministra De la Vega, con el ministro Alonso, con Solbes e incluso con Rubalcaba (aunque de este me creyese la mitad), y sin embargo miro a la acera de enfrente y sólo veo dos rostros amigables, el susodicho Rajoy y Ana Pastor. Dos estupendos gestores (y por lo que me dicen quienes les conocen buenas personas) en medio de una pléyade de tahúres.