Qué injusta es esta vida

cada vez que voy a un funeral de alguien que murió demasiado pronto me encuentro peor, más cabreado con la Suerte, o con la Providencia o con Dios o con lo que sea que decide el tiempo que nos queda. No es que no entienda la muerte. No es eso, pero no dejo de pensar en ella desde el domingo pasado. Un viaje a otra ciudad a ver por última vez el rostro de una preciosa niña que se ha ido sin advertirlo siquiera. Trescientos kilómetros conduciendo solo y viendo su cara en cada árbol, en cada coche, en el asfalto, y luego, nada. Sólo lágrimas y desgarro.
Nada más llegar al tanatorio me encontré con su padre, que había sido el mejor amigo del mío. La última vez que nos vimos fue precisamente cuando mi padre nos dejó. Un abrazo sin palabras, fuerte y tembloroso a la vez, y lágrimas de nuevo. Su hermana, su madre, todos aquellos rostros tristes y desencajados. Y ella, preciosa en aquélla urna, como la Ofelia de Millais. Era sin duda la chica más guapa de la aldea. Ahora es ya parte de su historia. Sus cenizas se confundirán con la tierra rojiza y sé que cada vez que paseemos por la aldea su recuerdo aparecerá por doquier. Mañana he de ir allí y no quiero hacerlo. Siempre me duele pasear por ese pueblo pues hay señales de mi padre por todas partes, pero mañana será aún peor.

Lo siento de verdad, Beatriz. Dice mi prima que el creer que nos volveremos a ver ayuda mucho, pero yo no creo, y tampoco puedo olvidar. Dejaré mi recuerdo de ese maldito domingo atado a ese cuadro y te recordaré a ti sonriente y llena de vida. Adiós linda.