Servicio ¿público?
El juez (II)
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Virgilio fue juez en el pueblo durante muchos años, prácticamente desde su llegada al pueblo. Mi padre siempre me decía que cuando él era niño, Virgilio ya cuidaba de nosotros. "El juez", el respetado, el temido, el que ponía fin a todas las disputas, el hombre que sólo tenía que levantar la voz para devolver la paz al pueblo. Desde pequeño me fascinó su figura, supongo que porque ansiaba despertar en mis vecinos la misma admiración que le profesaban a él.
Eran días felices, pero el año en que cumplí los 12 años no llovió. El siguiente tampoco y una tremenda hambruna cayó sobre la comarca. En poco tiempo, entre la miseria despertaron los más bajos instintos de los hombres y el crimen se multiplicó. Los primeros meses Virgilio era capaz de mantener el orden con su buen juicio pero al principio del segundo año tuvimos el primer muerto. Un hombre de uno de los caseríos más alejados de la aldea apareció muerto. Lo encontraron clavado a la puerta de su cuadra, atravesado por decenas de flechas y todo su famélico ganado había desaparecido. Virgilio, con la misma calma que era capaz de demostrar en una disputa familiar, ordenó a a nuestros soldados que buscaran a los ladrones asesinos en el mercado de Navafría. No tenía dudas de que habrían acudido allí a vender su botín.
Despertaba la mañana siguiente cuando nuestros soldados regresaron, algunos malheridos, pero con su misión cumplida. Sus caballos tiraban de un carro donde dos de los ladrones yacían muertos. Quedaban vivos dos de ellos, o casi vivos diría yo. Llenos de sangre y arrastrándose a duras penas, fueron presentados ante Virgilio. Nada dijo, ni dio ninguna explicación sobre lo que se disponía a hacer. Se acercó a ellos en silencio y, sin preámbulos, les degolló en medio de la plaza. Luego, ordenó que sus cuerpos fuesen amarrados a la picota, para ejemplo de todos.
Aquella noche llovió, y aunque la lluvia no se detuvo durante tres días, el olor a muerte permanecía en el aire. Aún pasó un mes hasta que Virgilio ordenó enterrar los despojos de los asesinos del pastor. Un mes en el que prácticamente nadie en el pueblo pronunció una palabra. Ni siquiera el juez, quien apenas aparecía por el pueblo, y cuando lo hacía, caminaba solo, evitando a la gente.
Superando mi miedo a aquel hombre que se había vuelto extraño a mis ojos, comencé a seguirle de nuevo, como un perrillo, respetando su mutismo. Quizá fue durante esos días cuando Virgilio creyó ver en mí alguien capacitado para observar lo que los demás no ven pues una mañana me miró y me dijo una sola frase, unas pocas palabras que he recordado todos los días de mi vida, pero que hasta ayer no me había revelado su verdadera magnitud: “Héctor, Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”. No dije nada, y la vida continuó. Nunca más Virgilio tuvo que emplear método más duro que su voz profunda y su corazón ecuánime para saldar hasta el más complicado del los pleitos. Muchos inviernos después, cuando yo ya hacía muchos años que era un adulto, Virgilio se fue como vino. En silencio. Dicen que se internó en el bosque, pero nadie pudo decirlo con seguridad.
A su marcha, el pueblo decidió que yo, Héctor, ocupase el lugar del "juez". Los años pasados junto a Virgilio me habían dado la experiencia suficiente como para no fallar en las pequeñas disputas. Para las grandes, el respeto que imponía mi clan me sostuvo en el cargo hasta que, con el tiempo, ha llegado la gran prueba para el sucesor del gran juez. Ahora, el pueblo sabe que soy fuerte, y ello hace fuerte al pueblo. Ahora están tranquilos. Yo, por mi parte, sólo alejo el desasosiego de mi ser cuando camino por este bosque entre cuya espesura desapareció Virgilio. Creo que ha llegado el momento de buscar alguien que pueda sustituirme en el futuro, alguien que continúe la tradición de Virgilio y de todos los jueces que han cuidado del pueblo desde que el recuerdo existe.
El juez
–“Cumpliré con mi deber”, pensé en silencio, aunque la voz interior resonó en mis oídos como si la hubiesen pronunciado a coro en cada rincón del pueblo.
–“Cumplirás con tu deber”, me había anunciado Virgilio siete años atrás. –“Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”.
El alba prometía un día brillante, pero nadie en aquel lugar apartaba los ojos del suelo. Los rayos de aquel sol aún incipiente sólo servían para hacer brillar la piel congelada de mis manos. Aún abstraído en el recuerdo de las palabras de Virgilio, caminé unos pasos hacia el centro de la plaza, seguido por cientos de ojos. Cuando abrí los míos sólo vi al alguacil que sujetaba al que iba a morir. Me costó identificar a un hombre entre aquel amasijo de barro y tela. Ese bulto se revolvía en el suelo y murmuraba y chillaba alternativamente frases que no entendí.
Fue rápido. Nunca sabré si el valor me habría abandonado si se hubiese tratado de uno de mis paisanos en lugar de aquel forastero. Vi como clareaba por la parte de La Salceda cuando tras levantar mi brazo, lo bajé de golpe clavando el cuchillo en su corazón. El hombre dejó de temblar y exhaló un suspiro a la vez que una bocanada del aire fresco de la mañana penetraba en los pulmones de los espectadores.
No hablé, no miré a mis vecinos, no volví a casa. Solo, caminé sin soltar el cuchillo, errático, sin rumbo fijo. No recuerdo mucho de aquéllas horas, pero sería casi mediodía cuando terminé de abrir un agujero en la tierra y abandoné allí el puñal con el que acababa de extinguir una vida.
Al regresar a la aldea me crucé con algunos labradores que volvían de la faena. Uno tras otro bajaron la cabeza a mi encuentro, no sé si por respeto, como hasta entonces, … o por simple miedo. Sólo uno me saludó desde lejos, pero se trataba de un cacharrero que, habiendo estado ausente toda la semana, seguramente no sabía nada del ajusticiamiento.
Al entrar en la aldea no pude distinguir un solo sonido que hiciera pensar que allí habitaban casi quinientas almas. Pasé de nuevo por la plaza pero no fui capaz de mirar allí donde los cuervos graznaban. En ese momento volví a pensar en Virgilio, el anterior juez, y deseé que estuviera a mi lado para preguntarle cuánto dura el desasosiego.