Belleza urbana


este año se celebra el centenario de la Gran Vía madrileña, una de las principales calles de Madrid para el tráfico rodado, y también para los peatones. Desde que se estableció el trazado que hoy conocemos, ha sido usada por nuestros tararabuelos, abuelos, padres, por nosotros mismos y lo seguirán haciendo nuestros sucesores. Quien sabe si un día los automóviles no necesitarán tocar siquiera su suelo y los peatones volverán a reinar sobre su calzada. Es la grandeza de aquellas cosas que trascienden las generaciones.

Ayer disfrutamos de una serie de cortos producida por el Ayuntamiento para celebrar el centenario. Historias de gente. Unas cuantas historias de personitas que se metieron en la pantalla del Cine Callao para hacernos recordar que cada esquina de la calle tiene vida, muchas vidas. Con ellos nos acordamos del sabor de los helados del Palazzo, del escaparate del Madrid Rock y de las escaleras del Cine Capitol. El letrero de Scheweppes se coló en la proyección gracias a Santiago Segura, que estaba entre el público, e incluso las gárgolas que cuidan algunas de las fachadas nos guiñaron un ojo demoniaco a lo largo del metraje.

A día de hoy no recuerdo una sensación mejor que la de andar por medio de la calle cuando llega el amanecer del domingo. Ningún coche, alguna copa de más y mucha alegría juvenil. Algunos años más tarde, vi una película en la que el protagonista se sorprendía en medio del sueño de una Gran Vía desierta. Nada nuevo, ¿no? Ah, y también me acuerdo de aquellos pasteles del Zahara que una de las lectoras del blog y yo compartimos en nuestra vida universitaria. Uhmmm.

Ayer, tras salir del cine, cogí el coche y recorrí la Gran Vía dos veces desde Princesa a Cibeles. Me encantó.