Último día de marzo.


El señor que cortaba las hojas secas de las palmeras estaba arriba, en la palmera. La última palmera, dijo el señor que trabajaba con el señor que estaba allá arriba. Él era el encargado del suelo y respondía a todas las preguntas con una sonrisa y un poco sonrojado.

 

La mujer que cargaba al bebito, que se acercó con él para acompañarme a mirar el ciempiés que caminaba cien veces por vez sobre el jardín, está segura que ahora que Matías está a su cargo, él va empezar a caminar pronto. Es que parece que ya le toca. Y parece que Matías también andaba queriendo.

 

El señor que paseaba con su esposa y su hijo por el malecón coordinaba por teléfono una misa de difuntos. No se le veía nada triste. Qué bueno.

 

Vino una chica a preguntarme por dónde podía bajar a la playa. Le di dos opciones, a escoger según su estado de ánimo, una por si andaba paseando y otra por si andaba con prisa. Se quedó pensando, y luego quiso dejarme unos cuadernos que llevaba con ella que decía que le pesaban mucho y si tenía que caminar tanto no los quería tener con ella. Yo le mentí y le dije que ya me iba pronto, que no podía dejarlos conmigo. Casi en ese momento apareció una segunda chica en ese espacio de jardín donde decidí sentarme a relajar.  La primera le preguntó si iba caminando hacia la playa. Sí, eso le preguntó. La segunda dijo que no. A lo que la primera añadió: “¿Y sabes por dónde puedo bajar?” La otra respondió que por el puente. Repitió la primera opción que yo di. No me acuerdo más. Simplemente se fueron, no me fijé ni por dónde ni en qué orden. Un par de horas después volví al malecón, a un par de cuadras de donde estuve por la tarde. Y entre los arbolitos vi a dos chicas sentadas juntas, conversando, a contraluz. Eran ellas. Y entonces me sorprendí. Me pregunté si se habrían conocido hoy o si ya se conocían de antes y yo fui la parte de un plan que no se llevó a cabo. Prefiero pensar que decidieron acompañarse en una tarde tan bonita como esa, y sobre todo si iban solas. Las chicas se pararon. La segunda  le cargaba los pesados cuadernos a la primera. Se fueron juntas.

Me alegra que se hayan hecho tan amigas.

Por otro lado, los beagles parecen ser lo perros más jodidamente juguetones de esta parte del malecón. Son casi casi un cliché de perro. Sí, lo dije. Un cliché de perro.