Las discos de pueblo

El invierno en el que cumplí los 16 años y mis padres decidieron que ya era tiempo de dejarme llegar tarde a casa, me di cuenta, amargamente, de que la mayoría de mis amigos de Madrid no tenían el mismo privilegio. Supongo que mis padres, al ver que seguía llegando a casa a las 11 de la noche, pensaron que era un tío formal y se alegraron de haberme dado tanta confianza. Snif. Volvía porque nadie más se quedaba.

Por suerte llegó el verano y las vacaciones en el pueblo y la situación cambió. En mi pueblo no hay, ni hubo nunca, una discoteca o siquiera un pub donde bailar y oír música, así que íbamos a un pueblo cercano, Navafría. Ahora el desafío ya no era poder quedarse tarde o no. El desafío era simplemente conseguir salir del pueblo. Navafría está a 8 km y los coches escaseaban. Casi siempre conseguíamos que alguno de los “mayores” (los que tenían cinco o seis años más y que hoy pasan los 40) nos llevaran amontonados en plan vagón de ganado. Seis, siete en cada coche. A veces tumbados por si nos paraba la Guardia Civil.

El regreso era peor. Los coches iban regresando según avanzaba la noche, y claro, no apetecía volverse tan pronto. Total, que la mayoría de los días acababas volviendo al pueblo en coches de borrachines que apenas conocías o con algún alma caritativa que te recogía en la carretera después de haber andado varios kilómetros. Esos días la borrachera se pasaba viendo amanecer.

Y al día siguiente, comentar la jugada, que si me entro ése o aquél. Que vaya castaña llevabas, que si tal y cual, y que todavía queda el sábado … fines de semana de 48 horas de juerga. Qué aguante teníamos. Cualquiera lo diría, ahora que algunos se duermen al segundo cubata en el Freddy.

Lo que no cambiaba nunca era la música. Durante los diez años que estuve saliendo a Navafría casi todas las canciones fueron españolas y más o menos funcionaba en este orden, siempre igual, noche tras noche:

Con canciones como “Sobre un vidrio mojado” de los Secretos comenzaba el asunto. A esta hora todavía se podia hablar (e incluso vocalizar algo)



Tócala ULI”, de Gabinete o alguna de Loquillo solían abrir el fuego rockero




luego venían “Cielo del Sur” de La Frontera y “Mediterráneo” de Los Rebeldes con el toque rockabilly de cada noche:






Cuando sonaba el siguiente “temazo” yo ya llevaba seis o siete cubatas y tocaba hacer el animal en una pista llena de tíos tan borrachos como un servidor: “Pandilleros”, de Dinamita pa los Pollos, ese grupo mítico …




Sabor de amor”, de Danza Invisible no fallaba ni una noche, y la cantaba toda la pista . La gente lo daba todo porque sabían que el asunto se acababa. Era la hora de los micrófonos invisibles que todo el mundo llevaba en una mano. En la otra el cubata, claro.



Y para cerrar, como no, una lenta en la voz cascada de los Burning: “Otra noche sin ti

Tiempos difíciles

No se conocieron hasta que la muchacha cumplió 15 años, y eso que en la aldea vivían poco más de 500 habitantes. Cada uno en un extremo del pueblo, él habitaba en el molino que había junto al río y ella cerca de la Iglesia, en el centro de la aldea. Además, él tenía casi tres años más que ella y nunca antes se había fijado en aquella delgaducha pecosa..

La cosecha casi había terminado y los días, largos, invitaban a pasar la noche en la plaza, riendo y bailando al son de la gaita y el tamboril. El muchacho andaba ya por los corros de los hombres desde hacía un par de años. Mucho vino, grandes risotadas, miradas indiscretas hacía las muchachas solteras. También ellas bromeaban, más quedamente, sobre ése o aquél. Aquellas fiestas de Julio descubrieron que dos pares de ojos se imantaban irremediablemente entre la muchedumbre, fijos unos en los otros y despreocupados del resto de sus sentidos.

En pocos días recuperaron el tiempo perdido. El pueblo menguó sólo para ellos, y sus cuerpos se convirtieron en sombras uno del otro. Él se refrescaba en la fuente justo a la hora que ella hacía la aguada. Ella atravesaba la era dando un rodeo desde su casa, sólo para pasar junto al cerrado donde el chico y su familia recogían los últimos restos de la reciente siega. Una mirada bastaba para que el corazón ardiese todo el día.

De familias pobres ambos, no había impedimentos familiares para que la cosa terminara en boda una vez que él regresara del servicio militar. Dos años, que parecían eternos, pero que fueron corriendo tan rápido como las docenas de cartas, ligeras de letra pero cargadas de pasión que fueron y volvieron hasta los lejanos cuarteles.

La guerra alargó la ausencia, y cuando el chico volvió ella ya era de otro hombre. Arreglos entre familias para sobrellevar tiempos difíciles. Sus padres no compartían su pasión por aquel muchacho que combatía lejos, y la voluntad de la muchacha nada tuvo que oponer a la necesidad de la familia.

Una tarde de Septiembre, las copas de los álamos que crecen a la entrada del pueblo saludaron el regreso del hombre. Hacía años que se había enterado de las malas nuevas pero las cartas no habían cesado, ni tampoco sus sentimientos. A estas alturas ambos sabían que el recuerdo de aquellas caricias juveniles les acompañarían toda la vida y, con determinación, cerraron a cal y canto sus almas.

Él nunca gozó otros besos más que los que cada noche paladeaba en su recuerdo y ella continuó despertando, día a día, con la ilusión de encender sus cada vez menos furtivas miradas. Los encuentros casuales siguieron sucediéndose, como si nada hubiera pasado, y hasta ahora, cuarenta años después, estos novios eternos no han dejado de verse ni un solo día. El mismo candor, la misma alegría en los ojos no se ha consumido con los años, pues todo es mucho para quien poco espera.

Suelo verlos a mediodía, cuando el sol más aprieta y los viejos disfrutan la sombra del soportal frente al ayuntamiento. Ellos siempre se sientan juntos, silenciosos, tan ajenos a todo como aquella primera noche en la plaza. Y podría jurar que hay una especie de vereda entre sus ojos, como si no pudieran despegarse unos de los otros …
Mi mundo. Mi aire.
Mi fuego. Mi muerte.
Cada neurona
cada fragmento
de esa luz necesaria
para esconderme
en oraciones.
Mi locura.
Mis dudas
y todo lo adecuado
para sentir que soy.
Ausencia.
Sólo polvo
en manos de la poesía.
Mi Poesía.

Sansadurniño-Piugos
















Dos reportages dedicados al trabajo, artesania y seguridad de los trabajos forestales. En Lamas ( sansadurniño ) nos explayamos en un estand acondicionado a tal efecto.
En Piugos apeo de un carballo procurando no causar desperfectos en los árboles lindantes ni en el cierre de la finca..... Se apeó controladas cada una de las ramas, dejando el tronco para, mediante una experta intervención haciendo una "bisagra" perfecta, enviarlo en la dirección planeada, el tronco con una exagerada curvatura hacia el Este se le proboco la caida acia el Norte.... 11:30 a 15:30
¡Qué pena!

Los comentarios del artículo anterior me han hecho reflexionar en que hemos pasado de la obsesión por el "olvido histórico" a una obsesión aún mayor por la "memoria histórica".
Me educaron tras la muerte de Franco y, sin embargo, nadie me habló de la guerra civil en el colegio. Todo lo que descubrí en el instituto fue que el "alzamiento" se produjo un 18 de julio y la "victoria" un 1 de abril, tres años más tarde. Aparte de eso, sólo conocía algo de la guerra a través de la película "Por quién doblan las campanas" basada en la obra de Hemingway, corresponsal-turista durante la Guerra Civil. Quizá esta falta de formación se debía a que los libros de texto dedicaban pocas páginas y siempre al final del libro. Quizá.

Luego me fui enterando, a través de otras películas que hubo una batalla en Guadalajara, donde murieron más de 1.000 italianos ¿?, y gracias a la serie de la "La plaza del Diamante" me enteré de que la mayoría de los soldados republicanos no eran sino milicianos mal armados. Los kioskos estaban llenos de tebeos de "Hazañas bélicas", "Zona de combate" y similares, pero sus protagonistas siempre eran alemanes, ingleses o americanos. Ni rastro de la Guerra Civil.

Hoy sé lo que cuentan los libros de Historia. Libros de todos los colores, cada vez con menos contradicciones y con una verdad común: medio millón de muertos y otros tantos exiliados. Todavía me dan náuseas cuando alguien, en medio de alguna discusión política, suelta eso de que estamos en ambiente "pre-bélico". ¡Qué sabremos nosotros de eso!



Leer los nombres que aún hoy aparecen en la puerta de las iglesias me apena tanto como los descubrimientos de fosas comunes o la exhumación de pobre gente en cunetas perdidas. Todos ellos, gente común, gente inculta, carne de cañón, pagaron con sangre la soberbia de otros que sólo supieron del frente por los periódicos.

Sólo puedo culpar de la guerra a las “élites” de ambos bandos. A los jefes sindicales cegados por el fulgor de la revolución soviética, a los obispos temerosos de la “hidra roja”, a los terratenientes asustados por los crecientes derechos de la clase obrera, a los políticos anarquistas y socialistas obsesionados por dar la vuelta a la tortilla de la propiedad, a los militares que deseaban restablecer "el orden".

¡Qué asco!