Calle Melancolía

hubo tiempos en los que ser famoso era sinónimo de haber triunfado en algo fuera del alcance para el común de los mortales. En aquéllos tiempos, la gente hacía colectas (suscripciones populares las llamaban) para erigir un monumento en honor a un personaje sobresaliente. Y ese personaje había de ser realmente extraordinario para que un Ayuntamiento le dedicase una calle o un espacio público. Calle de Serrano, del Príncipe de Vergara, de O´Donnell, de Bravo Murillo, fueron los primeros personajes en gozar del honor del callejero.

Luego vinieron tiempos difíciles, donde la fama se confundió con la política y cada bando hizo estandarte del nombre de sus próceres, poniendo sus nombres en las principales avenidas, e incluso en tanques o cazas. Por poner un ejemplo, durante la guerra el nombre de Calle Mayor de Madrid se cambió por el de Mateo Morral, aquel terrorista que atentó en esa misma calle contra Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Los vencedores no hicieron sino aumentar el eco de su victoria en las placas de las calles, y los generales de Franco o los jefes de Falange estuvieron sobre nuestras cabezas durante 40 años. Fijaos que la calle en la que viví de pequeño se llamaba "Mártires del Pueblo", nombre que no me decía nada cuando lo recitaba de memoria con cinco años, pero que no hacía mucha gracia a muchos habitantes del villorrio. Con la democracia cambió a "calle Real", nombre con el cual, de momento, nadie parece sentirse agraviado.

Sin embargo, ahora que está de moda la memoria histórica y todo eso todavía veo nombres de calles que evocan tiempos pasados, tristes, y que son utilizados, sobre todo por los regidores de izquierda, con cierto revanchismo. Dolores Ibarruri, por ejemplo, fue sin duda mujer de grandes logros sociales, pero también de un oscuro pasado bélico. ¿Por qué entonces su nombre está de moda en calles y plazas?

Son tantas las veces que he pensado en este tema que aplaudo ahora la iniciativa del municipio donde vivo, donde por primera vez han sido los vecinos los encargados de elegir los nombres de las vías de un nuevo barrio. Las votaciones sólo excluían los nombres de personajes vinculados a las diferentes opciones políticas, y el resultado ha sido que los vecinos eligieron el tema, "Magia e ilusión", y dentro de ese ámbito, los nombres elegidos para las calles han sido: Calle del Embrujo, Calle de los Deseos, de la Amistad, de la Suerte, de los Sueños, Avenida de la Magia, Calle de la Alegría, de la Sonrisa, del Encanto, del Hechizo, Avenida de la Ilusión, Calle de la Imaginación, de la Fantasía y Calle de la Felicidad.
Snobs

nunca me han fastidiado especialmente los snobs. De hecho, gracias a ellos he descubierto cosas que no conocía, he vislumbrado nuevas tendencias, modas, he encontrado aparatitos electrónicos que nunca hubieran llegado a mi mundo si no fuera por esos amigos snobs de la electrónica. De hecho, incluso algunos otros conocidos, snobs de la cultura, del cine, me han permitido saborear libros, exposiciones, mucho antes de que llegaran al gran público.

Peeeeero, (y ahora va la andanada), hay algo que me irrita de esta gente, y es su absoluto desprecio por lo "viejo". Y es que en cuanto ese cuadro, esa película, esa nueva tendencia, pasan a ser conocidos por la despreciable masa, dejan de tener interés para ellos. Se vuelven entonces inquisidores de lo pasado, críticos intolerantes de lo añejo, y consideran vulgar a cualquiera que ahora se interese por lo que ellos adoraron hasta hace unos días, pero que ahora está insoportablemente ajado. Y no todos son culturetas, eh, que conozco amigos futboleros que defendiendo a capa y espada el talento emergente de Cristiano Ronaldo hace unos años, ahora sólo tienen palabras de desprecio para el portugués. Se ha pasado de moda.
Los cuentos inconclusos

era la intelectual del pueblo, la maestra, aquélla mujer que dominaba los signos, que domaba el trazo del lapicero o de la tiza en el encerado. Además, no sólo sabía cosas, sino que también conocía el terrible secreto de cómo contarlas, lo que llenaba de alegría a los habitantes del pueblo, y de desasosiego a ella . Y es que, aunque le encantaba inventar historias, crear personajes, imaginar sus vidas, también tenía el íntimo temor, que quién sabe cuándo apareció, de que al finalizar un relato también terminaría su vida.

Alguien le había dicho en una ocasión que la princesa Sherezade, aquella de las Mil y Una Noches, había conseguido hilvanar una historia interminable, compuesta de pequeños relatos cuyo final siempre se hacía esperar. Cada uno de ellos siempre dejaba una puerta abierta al siguiente, y al siguiente, y a muchos más, y en esa historia creyó ver la solución a su problema y a su aflicción por una más que segura muerte una vez acabase el libro.

Fue así como concibió un curioso método. Solía plasmar sus historias sobre papel y siempre, cuando cerraba una historia, cortaba la hoja del cuaderno un par de frases antes del final. Igualmente, cuando relataba uno de sus cuentos a los niños del pueblo siempre se detenía poco antes de acabar y pedía a los niños que imaginaran un desenlace, el que más gustase a cada uno.

Pasaron los años, y la maestra de los cuentos inconclusos vio pasar la vida en el trasiego de la aldea. La maestra nos dejó cuando era ya muy, muy mayor y hasta el día anterior estuvo contando historias, historias que repetimos todavía hoy, siempre las mismas y siempre diferentes, pues cada cual inventa su propio final.

Ah, se me olvidaba. Su sobrino me trajo un día un sobre gris, de papel grueso, bastante abultado. No lo he abierto y es porque sé que en su interior hay muchos trozos de papel, tan grandes como para contener un par de renglones escritos a pluma. En todos estos años imaginé mis propios finales para los cuentos de la maestra y ... me daría mucha pena leer los que imaginó ella.

entonces así

andamos más bonitos.
Somos un país de contrastes

O arriba o abajo, nunca en medio. Ahora que estamos en crisis (estooooo ... perdón, quería decir desaceleración) sólo parece haber dos posturas posibles: unos están tan tranquilos, sin preocuparse mucho por la nubecilla con cara de vaca flaca, que ya pasará. Otros andan de los nervios, en medio de la tensión que precede a la catástrofe, quemando camiones, haciendo barricadas, persiguiendo esquiroles y blasfemando del gobierno.

Hoy pedimos que el Estado pague la subida del combustible y controle los abusos de los intermediarios. Ayer nos quejábamos porque el Estado constreñía las virtudes del libre mercado. Y el Estado, digo el Gobierno, ante tal contraste, hace lo que mejor sabe hacer: Nada.

Y lo que más me inquieta es que los piquetes no están compuestos de gente en paro, no son gente realmente desesperada. No estamos en los años 80 con el paro disparado y hordas de parados sin nada que perder clamando por una mínima cobertura. Tampoco hay inmigrantes entre los camioneros. Y eso que dicen que el paro les golpeará a ellos primero. Lo de estas semanas es algo nuevo, algo no visto hasta ahora. Un gremio bien alimentado, plagado de pequeños autónomos, pidiendo la intervención estatal y con una violencia inusitada.

El gobierno debería meditar a qué se ha debido esto, incluso dentro de unas semanas cuanto todo haya acabado. Si así estamos ahora, ¿qué pasará con el petróleo a 200 dólares por barril, como estiman los analistas para dentro de cuatro o cinco años? Me da que si estas reacciones se recrudecen sólo nos quedará comprar un AK-47 o irnos al pueblo, o las dos. Malos tiempos para la lírica, me temo. Más bien son tiempos de épica.